Sebastião Salgado y la fe entre esqueletos vivos.

En algún punto remoto del África central —quizá Sudán, quizá Zaire— una familia se deja retratar por un forastero. No hay risa, no hay vergüenza, no hay pose. Solo una evidencia brutal: los cuerpos han sido vaciados. Son piel y hueso. Son, en el más terrible de los sentidos, supervivientes.

La fotografía, en blanco y negro, nos llega de la mano de Sebastião Salgado, cartógrafo del dolor humano que ha recorrido el mundo buscando lo que otros prefieren no ver. Esta imagen pertenece a su serie Éxodos (2000), crónica silenciosa de los desplazamientos provocados por la guerra, el hambre, el fanatismo y el olvido. Pero este retrato —la mujer vencida al fondo, el hombre que sostiene a un niño como quien sostiene una verdad irrefutable, el joven del crucifijo— resume todo el proyecto: es la encarnación del sufrimiento y, en un sentido más profundo, de la resistencia.

Porque no se trata solo de hambre. La miseria material se vuelve aquí miseria metafísica: ¿cómo seguir siendo humano cuando ya no queda carne que amortigüe los huesos? ¿Cómo creer —en algo, en alguien— cuando el estómago se ha vaciado tanto que ni siquiera se siente?

Sin embargo, ahí está el crucifijo. Cuelga del cuello del joven, no como adorno ni consuelo, sino como testimonio. ¿De qué? ¿De una fe inconmovible o de un sarcasmo que ni Dios podría responder? La pregunta es legítima. Lo es más aún para quien ha visto al hombre devorarse a sí mismo con una constancia que envidiarían las fieras. ¿Qué significa tener fe cuando el mundo se desmorona y la divinidad calla?

¿Qué significa tener fe cuando el mundo se cae a pedazos y la divinidad calla? Salgado no sabe cómo responder.

Salgado no responde. No es su tarea. Él observa, registra, honra. Su cámara no es pistola ni púlpito: es un espejo. Y como todo espejo profundo, nos devuelve una imagen nuestra, deformada por la indiferencia. Porque esos cuerpos, aunque distantes, no son ajenos. Son la humanidad reducida a su esqueleto esencial.

Pero volvamos a la fe. ¿Qué sostiene a esa familia? ¿Qué los mantiene en pie, más allá del instinto biológico de no morir? Quizá —y lo digo con la cautela de quien ha perdido tantas certezas como tú, lector— la fe no sea doctrina, sino instinto. Algo que se aferra a la vida, incluso cuando esta ya no se parece a sí misma. Tal vez la fe no hable con palabras ni himnos, sino con la obstinación de ese joven que carga una cruz sobre el pecho, aunque no tenga dónde reclinar la cabeza.

«La fotografía es la luz detenida en la verdad», escribió alguien. Aquí, la verdad no es abstracta: es visceral. Es ese niño que parece una figura bíblica, una versión contemporánea del Niño Jesús en su huida a Egipto, pero sin incienso, sin oro, sin mirra. Solo con la mirada vacía de quien ha entendido demasiado pronto que el mundo no es justo.

Y sin embargo —lo repito— no hay humillación en la escena. Hay una nobleza antigua, casi trágica. Estos seres delgados como cipreses parecen estatuas de un templo derruido. Podría pensarse que Salgado los ha elevado a un santoral pagano, donde los mártires ya no necesitan milagros, porque el milagro es seguir respirando.

¿Estamos ante una catedral? Sí, aunque no haya piedra ni altar. Esta imagen es una catedral erigida con despojos humanos, una iglesia invisible donde se celebra, cada día, la misa de los que ya solo tienen la mirada. Donde el único sacramento es la dignidad.

El arte, aquí, no embellece. Salgado no endulza el horror: lo ilumina. Y en esa luz —tan cruda como necesaria— se revela una verdad que trasciende el periodismo y la estética: la urgencia de mirar. No para compadecernos con superioridad, sino para reconocernos en el espejo roto de los otros.

En Lo Real Maravilloso creemos que lo humano está hecho de contradicciones. Que la fe puede convivir con el hambre, y la belleza con la ruina. Que un crucifijo sobre un tórax famélico puede significar tantas cosas como estrellas hay en el cielo: protesta, consuelo, memoria, locura o amor y una fotografía puede ser denuncia, rezo y epitafio.

Y si algo queda por decir, será esto: mirar esta imagen no nos redime, pero nos compromete. Que el arte verdadero no es evasión, sino llamada. Una llamada a cuidar, a recordar, a no volver la vista.

Porque mientras alguien contemple esta catedral de los despojos humanos y piense —aunque sea un instante— que eso no debería haber pasado, habrá una chispa de redención en medio del polvo.

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6 respuestas a “Sebastião Salgado y la fe entre esqueletos vivos.

  1. No puede ser que el dios cristiano y judío que en la antigüedad hizo llover mana del cielo para que su pueblo no muriera de hambre no hace mucho por estas personas, dios no come tiene por así decirlo un cuerpo divino autosustentable que no necesita ni dormir ni comer, crees que no puede hacer que esos cuerpos no necesiten comer al menos por un año?, dios hace milagros a algunos de nosotros pero no lo hace con todos, le hace falta más compromiso para con la humanidad, el principal mal de la humanidad es la falta de conocimiento del eter, y el funcionamiento básico de los cuerpos divinos y semi divinos, con estos conocimientos comienzas a ser libre y comienzas a no depender de nadie, uniendo eso y el despertar de conciencia comienzas a ser libre, no es fácil pero se puede.

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