Europa: mito y realidad.

En los pliegues del tiempo, donde el mito se vuelve historia y la historia se disfraza de pintura, encontramos a Europa. No la Europa de fronteras, tratados y rescates financieros, no esa señora adusta que hoy discute en lenguas múltiples sobre monedas únicas. No. Hablamos de la Europa primigenia, la doncella fenicia de ojos grandes y nombre breve, cuya desgracia amorosa dio nombre a un continente entero. ¿Qué clase de civilización puede nacer de un rapto? La nuestra, evidentemente.

Según la mitología griega, —esa fuente inagotable de leyendas e historias con tintes sagrados—, Europa era hija de Agenor, rey de Tiro, y de Telefasa, cuyo nombre, con ecos de telefonía mítica, ya parecía anunciar conexiones divinas. La joven solía pasear por las playas del Mediterráneo con otras doncellas, sin sospechar que el mismísimo Zeus, siempre ávido de aventuras extraconyugales, la observaba desde el Olimpo, entornando las pestañas como un adolescente enamorado… o un viejo verde con poder divino.

Y como en los mitos no se conoce el decoro, Zeus no optó por cortejarla con palabras dulces ni invitaciones poéticas. Se convirtió en un toro blanco, tan bello que la propia Europa —pobrecilla— no pudo resistir la tentación de acariciarlo. Luego lo montó, igual que si cabalgara un unicornio de anuncio, y fue entonces cuando el dios aprovechó para salir nadando con ella mar adentro.

Así, cruzando el Egeo a lomos de un arca bovina, la doncella llegó a las costas de Creta, donde Zeus reveló su identidad y, tras consumar la enésima violación divina, le prometió reyes, descendencia ilustre y constelaciones. Los dioses son, como vemos, grandes promotores de sí mismos. Europa, convertida en madre de Minos, Radamantis y Sarpedón, quedó para siempre ligada a Creta, isla que respira mitos con el vaivén del mar.

El nombre de Europa, paradójicamente, se expandió mucho más allá de su modesta figura mitológica. ¿Cómo una princesa fenicia terminó dando nombre a un continente sin llegar a conocer las nieves del norte ni las nieblas del Báltico?

Rubens y el rapto de Europa: cuando la mitología se viste de óleo y seda barroca

Peter Paul Rubens, ese gigante flamenco de carne y color, no podía ignorar un episodio tan jugoso para su paleta desbordante. En 1628, mientras servía como diplomático y artista en la convulsa Europa de los Habsburgo, Rubens pintó El rapto de Europa, una obra que destila tanto erotismo como diplomacia visual. Porque, aunque el toro lleva a la doncella con una sonrisa bovina, la escena es, en el fondo, un secuestro glorificado.

La Europa de Rubens no es una adolescente asustada, sino una mujer voluptuosa —marca de la casa— que se aferra al toro con una mezcla de temor y entrega. La seda de su vestido ondea en el viento, los querubines sobrevolando el mar no lloran, celebran. Es el rapto como fiesta barroca, la violencia como danza pictórica.

Curiosamente, Rubens no pintó el toro con mirada feroz ni con los músculos tensos. Le otorgó dulzura, casi ternura. Porque en el barroco, como en la mitología, la verdad siempre se disfraza. Y si el rapto fue un acto de fuerza, Rubens lo transformó en un susurro pictórico. El mar se agita, pero no amenaza; los colores vibran, pero no gritan.

“El rapto de Europa”. Rubens, Pedro Pablo (Obra copiada de: Tiziano, Vecellio di Gregorio). Óleo sobre lienzo. Colección Real. Palacio de El Pardo, Madrid.

Si la mitología es el inconsciente colectivo de la humanidad, entonces el rapto de Europa representa nuestra forma más antigua de explicar su origen con una mezcla de deseo, fuerza y arte. El continente que hoy presume de catedrales góticas y parlamentos democráticos nació del capricho de un dios travestido en bestia. No es poca cosa.

Europa —la figura mitológica— no tiene voz en su propia historia. Es arrastrada, exaltada, pintada, renombrada. Pero permanece, como símbolo y como promesa. Rubens la entendió mejor que los gramáticos: su pincel no juzga, solo sugiere. Y el espectador, como buen europeo —o aspirante a ello—, debe sacar sus propias conclusiones.

Quizás por eso, cuando los turistas respetuosos viajan por el continente y se asombran ante un castillo en Baviera, una plaza barroca en Roma o un cuadro flamenco en Amberes, están sin saberlo, siguiendo la estela de ese toro blanco que surcó el mar con la doncella en su lomo.

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Europa, la princesa de los ojos grandes y el destino torcido, sigue cabalgando en nuestra imaginación. Su rapto no ha terminado. Hoy, más que nunca, la sentimos secuestrada por discursos vacíos, identidades volátiles y nostalgias que naufragan entre los pliegues del pasado. Pero en el arte, en la palabra y en la memoria de los mitos, Europa permanece intacta. Raptada, sí, pero no vencida.

Y Rubens, con su pincel más sabio que diplomático, nos lo recuerda: no hay civilización sin belleza, ni cultura sin contradicción. Los europeos que hoy habitan el ancestral continente emergieron de una historia contada al oído por algún poeta anónimo de Tiro, mientras el sol se hundía lentamente en el poniente, y un toro blanco surcaba el horizonte como una metáfora flotante de todo lo que aún no entendemos.

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8 respuestas a “Europa: mito y realidad.

    1. Así veo yo a Europa desde mi isla del Caribe: un continente inspirado en la cultura y la filosofía griega, en las leyendas de los dioses y en la cima del Olimpus, ese es vuestro legado, toca a ustedes no permitir que se pierda. Feliz noche y un abrazo.

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