A lo largo de su vastísima trayectoria, Pablo Picasso no fue un simple pintor, sino una fuerza telúrica que arrasó con los viejos paradigmas del arte occidental. Su obra, prolífica hasta lo insondable, abarca más que estilos: despliega una suerte de biografía emocional del siglo XX, escrita no con tinta, sino con óleo, carbón, cerámica y escultura. Ningún otro artista supo encarnar con igual intensidad el espíritu de ruptura de su tiempo y, sin embargo, con la misma convicción, rendir tributo a los grandes maestros del pasado. En Picasso todo es dialéctica: la forma que se disuelve y se recompone, la tradición que se subvierte para sobrevivir, el instante que se eterniza en un rostro geométrico o en el dolor abstracto de una mujer que llora.
Observar sus obras emblemáticas es recorrer los pliegues de una mente inquieta y lúcida, siempre al acecho de nuevos lenguajes visuales, muchas veces adelantados a su época, otras, simplemente inasibles. Uno no ve un cuadro de Picasso: uno entra en su lógica interna, como quien abre un libro sin palabras y se deja arrastrar por sus silencios.

En 1907, Las señoritas de Avignon dinamitaron la representación académica como si un rayo hubiese partido en dos el canon renacentista. Cinco mujeres de mirada frontal y cuerpos angulosos desafían al espectador desde una escena que ya no es ni burdel ni escena mitológica. Lo que antes eran curvas se vuelven aristas; lo sensual se transmuta en simbólico. La influencia de las máscaras africanas, que tanto fascinaban al joven pintor, añade una capa de extrañamiento que se escapa a toda clasificación. Incluso Matisse, tan osado como elegante, confesó su estupor. Con esta obra, Picasso da el primer gran salto hacia el cubismo, ese lenguaje que compartiría con Georges Braque y que abriría la senda al arte abstracto del siglo XX.
Pero sería en 1937 cuando su genio alcanzaría la categoría de símbolo universal con Guernica. El horror del bombardeo perpetrado por la Legión Cóndor sobre la población civil vasca encuentra en esta tela monumental una denuncia feroz, donde el blanco, el negro y el gris suplantan cualquier floritura cromática para dejar espacio al lamento, a la distorsión, a la rabia. El caballo agonizante, la madre con el hijo muerto, la lámpara que no alumbra, sino que vigila: todo en Guernica es grito, eco de lo inhumano. No se trata ya de pintar la guerra, sino de escupirla sobre el lienzo.
Más sutil, pero igualmente revolucionaria, fue Naturaleza muerta con silla de rejilla (1912), un pequeño cuadro que introdujo el collage en el ámbito de las bellas artes. Un trozo de hule impreso simula el asiento de una silla, y la pintura dialoga con lo cotidiano, rompiendo el mito de la autonomía del arte. Aquí se gesta el cubismo sintético, que ya no analiza, y se limita a armar fragmentos como si el mundo fuese un rompecabezas de objetos vistos desde ángulos imposibles.
Un par de años antes, en 1910, Picasso había llevado el cubismo analítico a su máxima expresión con el Retrato de Ambroise Vollard. El marchante, rostro célebre del arte moderno, aparece descompuesto en facetas monocromas, casi irreconocible. No se trata de capturar la fisonomía, sino la multiplicidad de su presencia. Este es un retrato que se piensa, no que se mira. Un ejercicio de abstracción tan extremo que preparó el terreno para artistas como Mondrian o Kandinsky, quienes prescindirían del referente figurativo por completo.
Ya en los años treinta, Picasso se sumergiría en las aguas del subconsciente con obras como El sueño (1932), donde el erotismo se convierte en forma y color. Marie-Thérèse Walter, su joven amante, aparece sumida en un letargo voluptuoso, con líneas curvilíneas y colores que parecen flotar en una ensoñación. El cubismo se vuelve sensual, y lo surreal invade la escena. Esta capacidad de reinventarse continuamente mantuvo a Picasso siempre vigente, incluso cuando otros se diluían en sus propios ismos.
Otra de sus obras más conmovedoras, Mujer llorando (1937), retoma los ecos de Guernica, pero ahora en clave íntima. Inspirada en su compañera Dora Maar, el retrato muestra un rostro desfigurado por el llanto, líneas quebradas y colores chirriantes que amplifican el desgarro. Aquí, el cubismo se funde con el expresionismo para dar cuerpo al dolor humano, sin necesidad de narrativas, solo forma y emoción.
Más allá de su prolífica obra pictórica, el legado de Picasso resuena en las múltiples metamorfosis que promovió. Su influencia se extiende desde el arte pop de Warhol —quien reinterpretó sus retratos— hasta el arte callejero de Banksy, donde el gesto político, la apropiación y el juego con la iconografía picassiana son moneda corriente. También lo vemos en el arte conceptual, en los ensamblajes, en los cruces entre pintura, escultura y objeto. Picasso, en última instancia, mostró que el arte no debía representar al mundo, sino construir uno propio.

Picasso comenzó a pintar una serie de variaciones libres sobre el cuadro «Mujeres de Argel en su apartamento» de Delacroix en diciembre de 1954, seis semanas después de conocer la muerte de su amigo y rival Henri Matisse, ya que, para Picasso, el tema «oriental» tenía una fuerte relación con Matisse y Delacroix. Matisse era famoso por sus imágenes de mujeres lánguidas y voluptuosas conocidas como odaliscas, las mujeres de los harenes turcos. «Cuando Matisse murió me dejó como legado a sus odaliscas», bromeaba Picasso. Muchos de sus retratos de Jacqueline entre 1955 y 1956 la representan de esta forma.
A ello se suma su fulgurante impacto en el mercado del arte. La serie Las mujeres de Argel, iniciada en 1954 como homenaje a Delacroix y, en clave más íntima, como eco de la obra de Matisse, da cuenta de su ambición de dialogar con el pasado para reescribirlo desde la modernidad. Jacqueline, su musa de entonces, se convierte en odalisca contemporánea, y la sensualidad del Oriente imaginado se reencarna en trazos vibrantes. La Versión O, culminación de esta serie, alcanzó los 179,4 millones de dólares en una subasta de Christie’s en 2015, convirtiéndose en una de las obras más caras jamás vendidas. El cuadro, adquirido por el ex primer ministro catarí Hamad bin Jassem Al Thani, selló así un capítulo más en la mítica de un artista cuya firma es sinónimo de revolución.
Picasso fue mucho más que el padre del cubismo. Fue, ante todo, el testigo más lúcido del siglo que lo vio nacer y al que retrató con ferocidad, ternura, ironía y desgarro. Su legado no se mide solo en lienzos, sino en la forma en que cambió para siempre nuestra manera de ver, sentir y pensar el arte.
Viene de:
https://volfredo.com/2025/04/16/el-largo-viaje-de-picasso-a-traves-del-arte/
#LoRealMaravilloso

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Cordiales saludos desde Cuba
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👌🙂
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