En los años 70, cuando la utopía en Cuba ya empezaba a vestirse de uniforme y las palabras ajenas eran censuradas por “portación de ambigüedad”, recuerdo bien era un adolescente inquieto de poco más de quince años y ya sentía que la vida no era un eslogan, ni una consigna, ni mucho menos un desfile.
Mi existencia, como la de muchos adolescentes silenciosos de aquel entonces, transcurría en la cuerda floja entre el deber social y el inefable deseo de ser simplemente humano. Nunca tuve una vocación de mártir ni una rebeldía estruendosa, pero sí una sed profunda, casi fisiológica, de encontrar el sentido de la vida. Y por “sentido” no me refiero aquí a una finalidad prefabricada ni a una narrativa impuesta por la historia oficial, sino a la necesidad íntima de habitar un mundo en el que mis actos, mis dudas e incluso mis fracasos no fueran simplemente tolerados o corregidos, sino reconocidos como parte legítima de la experiencia humana.
Hoy reconozco que el sentido de la existencia que buscaba en aquel lejano entonces —y que creo haber encontrado— es una forma de coherencia interior en medio del ruido exterior; un asidero moral, estético y espiritual que me permitió no naufragar en el mar de la obediencia ciega.
Fue entonces cuando, como un pequeño acto de contrabando espiritual, comencé a leer. No me refiero a los textos autorizados, que ensalzaban logros aceptados por todos sin tener en cuenta su insignificancia, sino a aquellos libros que llegaban por azar, por herencia, por susurros, entre amigos o bibliotecarias cómplices. Libros con olor a papel viejo y a libertad contenida. Libros que no gritaban, pero decían.
Recuerdo con nitidez la noche en que leí por primera vez El extranjero, de Albert Camus. Lo conseguí gracias a un amigo —hoy prestigioso curador del Museo de Bellas Artes— que estudiaba Letras y había logrado escamotearlo de una biblioteca universitaria. Me lo entregó con una advertencia: “Léelo rápido y devuélvelo”. Lo leí en dos días. Me estremeció su sequedad, su honradez, su falta de consuelo. A Meursault, el protagonista, no lo condenaban a muerte por un crimen, sino por no fingir fe, por no disimular emoción. Me sentí identificado, porque yo tampoco sabía rezar las oraciones sociales de la época con el fervor requerido.

Poco después llegaron Sartre y su náusea, Dostoievski y su abismo moral, Kafka y sus laberintos sin salida. Fue como si cada uno de ellos me ofreciera una cuerda distinta para colgarme —o mejor dicho, para aferrarme—. Porque en el fondo, el pensamiento existencialista no incita al suicidio, sino a una forma superior de lucidez: la aceptación de que el mundo, en su estructura más cruda, está desprovisto de trascendencia… y que, justamente por eso, el ser humano tiene la responsabilidad —y el privilegio— de crear su existencia desde la libertad, desde el compromiso con lo vivido.
A esa edad, y en aquel contexto, eso era una revolución silenciosa. Más profunda, creo yo, que cualquier otra.
Al crecer en una isla donde la ideología era inseparable del oxígeno, aprendí pronto a desconfiar de cualquier verdad demasiado pulida. El realismo socialista —ese estilo literario importado, reglamentado, empaquetado— me resultaba sospechoso. No porque negara la posibilidad de narrar lo cotidiano, sino porque pretendía domesticarlo todo: el amor, la muerte, el heroísmo, incluso la tristeza.
Afortunadamente, existían grietas en el muro. En los márgenes de lo permitido sobrevivían obras de escritores cubanos y extranjeros que no encajaban del todo en el molde oficial. A veces los censores pasaban de largo por ignorancia; otras, por un acto piadoso de omisión. Recuerdo los cuentos de Onelio Jorge Cardoso, que parecían inocentes y, sin embargo, contenían mundos misteriosos. Recuerdo las ediciones raquíticas de Juan Rulfo que, como piedras lanzadas al estanque, producían ondas interminables en mi cabeza.
Y así, poco a poco, se fue formando en mí no solo una visión filosófica, sino también una estética: una forma de mirar la realidad como si detrás de cada cosa hubiese otra. Como si el absurdo no fuese un callejón sin salida, sino un portón que se abría hacia lo mágico.
Con los años, y sin abandonar jamás la lucidez existencialista, me incliné hacia otra manera de abordar la falta de sentido vital: una que no niega el dolor ni el absurdo, pero los transfigura mediante el asombro. Fue así como descubrí —o más bien redescubrí con ojos nuevos— a García Márquez, a Alejo Carpentier, a José Lezama Lima. Con ellos, la realidad dejaba de ser una superficie chata para convertirse en una topografía vibrante, donde los muertos hablan, los animales profetizan y los objetos tienen memoria.
Ese giro no fue una traición a mis lecturas de juventud, sino su evolución natural. Porque si el existencialismo me enseñó a vivir sin certezas, el realismo mágico me enseñó a vivir con asombro. Y cuando uno ha crecido bajo la vigilancia del dogma, el asombro es una forma de libertad.
El realismo mágico, en su mejor expresión, es una rebelión contra lo homogéneo, contra lo predecible, contra la versión oficial de las cosas. No se trata de inventar maravillas, sino de descubrir las que ya existen y que el hábito o la ideología nos han vuelto invisibles. En ese sentido —profundo, vital, enraizado en la necesidad de encontrar una filosofía personal—, la literatura que me formó fue una forma de resistencia. No de combate, sino de preservación. Me ayudó a no volverme doble. A no rendirme del todo.

Ya he escrito en este blog sobre la música que acompañó mi formación espiritual, pero permíteme volver brevemente a ella, porque fue tan esencial como las lecturas. Mientras los himnos patrióticos tronaban en los actos escolares, yo escuchaba a Bob Dylan —con su poesía eléctrica y su desobediencia melódica—, a Bob Marley —con su profecía rastafari y su grito por la justicia—, a Silvio Rodríguez en sus años más incómodos y puros, a Mercedes Sosa cuando su voz aún traspasaba las fronteras de Latinoamérica.
También resonaban en mí Leonard Cohen, con sus versos cargados de sombra y redención, y Joan Manuel Serrat, con su lirismo ibérico que hablaba de cosas pequeñas con alma grande. Cada canción era una grieta por donde se colaba la ternura, la duda, el desconcierto y la belleza.
Tanto la música, como la literatura, me ayudaron a esculpir el sentido de mi vida, y a ellas les debo agradecimiento eterno. No un sentido absoluto ni conclusivo, sino uno artesanal, a escala humana. Un sentido hecho de notas menores y verdades parciales. Uno que me permitió permanecer humano.
Hoy, cuando el tiempo ha hecho de mí un hombre de 71 años que aún escribe como quien busca, miro hacia atrás con gratitud. No fui héroe, ni mártir, ni disidente. Fui, simplemente, un lector que supo encontrar en las páginas silenciadas el eco de su propia voz. Y esa voz, aunque acallada por momentos y restringida por invisibles mordazas, nunca dejó de vibrar.
Con largos y ya cansados pasos, he aprendido que la chispa que convierte la experiencia en comprensión no se encuentra como se encuentra un objeto perdido, sino que se construye como se levanta un poema: con intuición, paciencia y una pizca de fe. Y en ese jardín —donde florecen Camus y García Márquez, Sartre y Carpentier, la náusea y el asombro, la melodía de Dylan y el susurro de Cohen— he vivido mi vida. No siempre con esperanza, pero sí con dignidad.
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#PeriodismoCrítico
#Música
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🙏💗🙏
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Feliz día querida y estimada Luisa.
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Molte grazie!!!
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🌅🌅
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Que bellos sentimientos, aún presentes, me traen a la memoria tus entradas.
Coincido casi totalmente en tus gustos literarios y musicales.
Cuando te leo, me viene a la memoria toda esa gente que conocí cuando estuve en Cuba hace ya casi cuarenta años, humildes, sencillos, llenos de conocimiento y valores y sobre todo, con el ritmo en la sangre, pues a pesar de las muchas carencias, cualquier ocasión era buena para tocar y cantar.
Namaste Volfredo muchas gracias por lo que aportas
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Cuba ya no es considerada la «isla alegre» de antaño debido a décadas de dificultades económicas, el bloqueo estadounidense, la falta de libertades y una migración masiva que ha fracturado familias y comunidades. Aunque conserva su rica cultura musical y su espíritu resiliente, la escasez de recursos, la censura y la crisis social han opacado aquella imagen romántica de los años previos a la Revolución, cuando era conocida por su vida nocturna, su música vibrante y su ambiente festivo. Hoy, pese a la resistencia y orgullo de su pueblo, la realidad cotidiana de Cuba está marcada más por la lucha por la supervivencia que por la alegría despreocupada. Lamentablemente es así, querido amiho. Namaste.
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Espero y deseo que todas las carencias y problemas que estáis pasando no OS hagan perder todos esos valores que poseeis.
Naamste
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Se hace necesario un cambio de 180 grados; de continuar navegando en igual sentido, iremos al fondo, no lo dudes, querido amigo.
Namaste.
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Leerte es siempre un placer mi querido Volfredo. Pero especialmente hoy me has hecho adorar lo que has escrito Gracias !
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Muchísimas gracias, en tiempos de apagones y angustias tus palabras son un bálsamo.
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Muchísimas gracias, levantas mi ánimo en medio de los apagones y angustias. Bendiciones.
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Hola, Volfredo. Qué bueno lo que dices de «un sentido hecho de notas menores y verdades parciales». Comparto muchos de tus referentes. Un gran texto. Saludos 🙂
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Muchas gracias por tus comentarios estimado Juan, en medio de este mar de frustraciones y fracasos que atravesamos los cubanos en la actualidad. Es un gusto desearte un feliz domingo. Cordial abrazo.
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Cuanta belleza y cuanta verdad se ven en esta preciosa entrada, dándonos a tus lectores esos recuerdos que nos permiten admirarte cada día más. Un gran abrazo, querido amigo.
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Así fui yo, un adolescente que amaba la música comprometida y criticaba la doble moral de la modernidad, las falsas retóricas de los políticos y el dogmatismo sustentado por la fuerza y el poder. Muchos problemas tuve por ello, pero a la larga soy feliz. Linda noche para tí .
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Gracias, por implicarte como lo haces…
¡Eres muy humano!!! 👏👏👏
Tremenda persona, amigo. ☺️
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Muchas gracias Cary, soy afortunado por tenerte del otro lado de la web. Linda semana y un abrazo.
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