Hubo un tiempo en que los jardines de América florecieron con flores en la cabellera; cuando la voz del sitar y las guitarras de Bob Dylan sonaban más fuertes que los helicópteros que sobrevolaban la selva asiática. Fue entonces, entre la niebla de napalm y las cortinas de incienso, cuando brotaron dos movimientos hermanos en espíritu: los pacifistas y los hippies. Ambos surgieron como respuesta visceral, poética y militante a una guerra que, más que librarse en Vietnam, se libraba en la conciencia herida de los Estados Unidos.
No se trató de una simple oposición política. Los movimientos pacifistas contra la guerra de Vietnam fueron, ante todo, un acto de redención moral. En universidades como Berkeley o Columbia, en los salones parroquiales y en las calles donde resonaba el eco de Martin Luther King, floreció una resistencia que se negó a empuñar las armas del imperio. Se trataba de estudiantes, artistas, amas de casa, sacerdotes, pastores y científicos; gentes de a pie que, en lugar de pólvora, cargaban pancartas.
En 1965, la Marcha sobre Washington por la Paz en Vietnam fue una manifestación casi litúrgica: miles de almas reunidas en torno a la idea de que matar no es nunca un gesto patriótico. Era el renacimiento de una América no expansionista, sino contemplativa, heredera de Henry David Thoreau y Walt Whitman, que prefería el murmullo de los arroyos al estrépito de los bombarderos.
La desobediencia civil, emblema de este despertar ético, encontró su forma más radical en el rechazo al reclutamiento obligatorio. Jóvenes que quemaban sus tarjetas militares, como quien quema un edicto injusto; otros que, como Muhammad Ali, abrazaron la cárcel antes que la trinchera. En sus gestos había no sólo coraje, sino una profunda conciencia espiritual: la convicción de que el alma de una nación vale más que cualquier victoria bélica.
Paralelos y a menudo entrelazados con los pacifistas, los hippies representaron algo más que una moda: fueron una auténtica revolución simbólica. Si los pacifistas llevaban pancartas, los hippies portaban flores. Si los primeros invocaban la Constitución, los segundos citaban el Bhagavad Gītā o a Allen Ginsberg. Ambos soñaban con la paz, pero los hippies además la danzaban, la fumaban, la cantaban.

La cultura hippie, o de forma mucho más precisa, la contracultura hippie, era una estética de la utopía. Con su rechazo al consumismo, a la familia nuclear, al racismo institucional y a las guerras de los adultos, construyeron una forma de vida donde la espiritualidad oriental, el amor libre, las drogas psicodélicas y la música rock se fundieron en un carnaval subversivo. “Haz el amor, no la guerra”, decían; y con ello no solo desafiaban al Pentágono, sino también a toda una visión mecanicista y agresiva del mundo.
La música fue su oráculo y su espada. Canciones como Blowin’ in the Wind de Bob Dylan o los himnos pacifistas de Joan Baez no eran meras melodías: eran sermones laicos, letanías colectivas, invocaciones al fin de la violencia. Baez, figura estelar en la constelación hippie-pacifista. Cantaba: marchaba, se encadenaba, se arriesgaba. Era ella una pasionaria de la paz en tiempos de metralla.

Si la guerra se libraba en Vietnam, la contra-guerra se celebró en Woodstock. Aquel festival, celebrado en 1969 entre barro, desnudez y armonía improvisada, fue mucho más que un concierto: fue un testamento cultural, una eucaristía colectiva donde el espíritu hippie se hizo carne. No se hablaba de política partidista, pero toda la atmósfera era un manifiesto contra el orden establecido: contra la guerra, la autoridad sin alma y la industria que fabrica muerte.
Woodstock no fue el único acto simbólico. En la Marcha sobre el Pentágono de 1967, miles de jóvenes —entre ellos, poetas, teatreros, activistas y místicos— intentaron “exorcizar” el edificio con flores y cánticos, como si un hechizo pudiera desarmar la maquinaria de guerra. Fue un momento de realismo mágico en plena capital del imperio: una ofensiva poética contra la lógica de los tanques.
En esta cruzada sin fusiles, muchos nombres brillan como astros: Martin Luther King Jr., que vio en la guerra una prolongación del racismo y la pobreza doméstica; Abbie Hoffman y Jerry Rubin, bufones sagrados de la protesta, capaces de convertir un juicio en performance y una marcha en carnaval revolucionario. Junto a ellos, miles de rostros anónimos que tejieron una red de solidaridad, rebeldía y ternura.
A diferencia de otras revoluciones truncas, la rebelión pacifista e hippie no tomó el poder, pero sí conquistó la cultura. Cambió la forma de vestir, de amar, de cantar. Instaló la idea de que otro mundo es posible, no por decreto, sino por decisión ética. Cuando en 1973 las tropas estadounidenses comenzaron su retirada de Vietnam, fue más que una derrota militar, fue la rendición simbólica ante la presión de millones de voces que se negaron a callar.
Aquel movimiento no fue perfecto. Hubo excesos, contradicciones y desilusiones. Pero dejó algo imperecedero: una estética del alma rebelde, una pedagogía de la paz activa. Hoy, en un mundo nuevamente dividido por guerras, desigualdades y discursos de odio, la memoria de aquellos años nos interpela.
La figura del hippie con su guitarra, la del estudiante encadenado frente al Capitolio, la de Joan Baez cantando entre gases lacrimógenos, son imágenes que aún habitan nuestra imaginación como íconos de una resistencia sin odio, de una insumisión luminosa. Porque en el corazón del imperio, hubo un tiempo en que la flor fue más poderosa que el fusil.
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Siempre interesantes tus artículos, siempre hay personas que luchan por la paz, me da la sensación que actualmente no se les otorga mucha voz desde los » medios de siempre». Esta iniciativa aquí no se ha comentado en tv, radio,prensa…
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Joan Baez otra gran cantante comprometida con la época al igual que Bob Dylan. Tengo muchas de sus canciones en mi apartado de «eternos favoritos» en la plataforma Spotify. La de «No nos moverán» fue un himno en pro de los derechos civiles en aquel momento. Lo mismo la de Bob Dylan «Blowin in the wind». Gracias por compartir tan bonitas entradas, amigo. Un abrazo grande.
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