Albert Camus, la Resurrección de Jesús y el horror de la existencia humana.

Confieso, sin temor a parecer anacrónico, mi admiración por un texto anónimo que circula en redes sociales, atribuido a un tal “Juan Nadie”, quizás para resaltar su carácter universal y atemporal. Está escrito en versos de métrica libre, pero no por eso exento de hondura poética y filosófica. He tomado algunos fragmentos al azar, como quien escoge conchas en la arena de una playa solitaria, para trenzar con ellos mis propias reflexiones existenciales. Y lo hago hoy, precisamente en este día tan peculiar para el alma cristiana: el Domingo de Resurrección.

Yo tuve que aceptar
mis fragilidades,
mis limitaciones y
mi condición
de ser mortal,
de ser efímero.

Yo tuve que aceptar
que la vida continuaría sin mí
y que, al cabo de un tiempo,
me olvidarían.

Humildemente confieso
que tuve que librar
muchas batallas
para aceptarlo.

Y tuve que aceptar que
no sé nada del tiempo,
que es un misterio para mí.
Que no comprendo la eternidad
y que nada sabemos sobre ella.

¡Tantas palabras escritas,
tanta necesidad de
explicar, entender y
comprender este mundo
y la vida que en él vivimos!

Pero me rendí y acepté
lo que tenía que aceptar
y así dejé de sufrir.

Deseché mi orgullo y
mi prepotencia y admití que
la naturaleza trata a todos
de la misma manera,
sin favoritismos.

Este humilde lamento existencial, acaso una plegaria sin deidad, encierra verdades tan profundas como aquellas que durante siglos trataron de articular los más lúcidos pensadores religiosos. Porque el verdadero conocimiento de la existencia no se revela con fórmulas, ni con esquemas teológicos, sino en ese instante de meditación donde el ser humano, solo y desnudo ante el espejo del universo, comprende su mortalidad sin escudos ni consuelos.

Y aquí es donde se cruza mi meditación con la voz de Albert Camus, ese argelino de espíritu mediterráneo que, aun desde una mirada no religiosa, alcanzó una forma particular de profundidad interior: la de la rebeldía consciente. Recuerdo haberlo leído con entusiasmo en mi adolescencia, cuando el mundo aún parecía lleno de promesas, y el futuro era una invitación a construir un sentido para la vida. Camus, junto a Sartre —con su obra “La ramera honrada”— y Kafka —con su escurridiza “Metamorfosis”—, me ayudaron a comprender que la existencia humana es, en esencia, una paradoja. No una falta de sentido que lleve a la desesperanza, sino una tensión constante entre nuestra necesidad de entender y el silencio inexplicable del universo.

Camus llevó sus reflexiones a la palabra de forma desgarradoramente bella:

«El verdadero horror de la existencia no es el miedo a la muerte, sino el miedo a la vida. Es el miedo a despertar cada día para enfrentar las mismas luchas, las mismas decepciones, el mismo dolor. Es el miedo a que nada cambie jamás, que estés atrapado en un ciclo de sufrimiento del que no puedes escapar. Y en ese miedo, hay una desesperación, un anhelo de algo, cualquier cosa, para romper la monotonía, para darle sentido a la repetición infinita de días».

Este párrafo podría perfectamente insertarse en cualquier homilía de Semana Santa, si el orador tuviera el coraje de reconocer que la fe no es certeza impuesta, sino un camino abierto a la duda y a la esperanza. Porque si la Resurrección de Jesús nos dice algo; más allá de la liturgia y los símbolos; es que la vida, incluso en sus momentos más oscuros, puede ser transformada. No por negar el dolor, sino por atravesarlo.

Albert Camus (1913-1960). La Resurrección de Jesús nos dice; más allá de la liturgia y los símbolos; es que la vida, incluso en sus momentos más oscuros, puede ser transformada.

¿Qué sentido tiene entonces hablar de resurrección en tiempos inciertos como los que vivimos? ¿Qué eco puede tener esta celebración en el alma de quienes habitan en una realidad marcada por las carencias materiales, la incertidumbre cotidiana y la necesidad de resistir silenciosamente? En medio de las estrecheces, de la rutina agobiante y de un porvenir que a menudo se presenta como una página en blanco confiscada por otros, hablar de redención podría parecer, a simple vista, un lujo lírico. Y, sin embargo, ¡qué urgente es resucitar! No en el sentido místico de volver a la carne después de la muerte, sino en el otro, el más humano: el de despertar del letargo interior, el de reencontrarse con la dignidad, el de recordar que aún somos capaces de imaginar un mañana distinto.

La Resurrección de Cristo, vista con los ojos de quien ha leído a Camus, no es tanto una hazaña sobrenatural, como una afirmación valiente del valor de vivir, aun sin certezas. No porque la vida tenga un sentido que se nos impone desde afuera, sino porque somos nosotros quienes, con nuestras pequeñas acciones cotidianas, le conferimos valor. Vivir es un acto de coraje. Amar, un acto de fe. Resistir, una forma de resurrección cotidiana.

Y así, vuelvo al poema anónimo que abrió estas líneas. Lo leo como quien repasa las cuentas de un rosario laico, donde cada verso es una confesión serena y sin artificios:

La naturaleza trata a todos
de manera justa,
luego llega el hombre
y establece las diferencias,
en su lucha por acaparar
poder y riquezas,
en detrimento de la Vida.

Ahí está, otra vez, el horror verdadero: no en la muerte, sino en la vida injusta que nos infligimos unos a otros. El verdadero pecado original no fue comer del fruto prohibido, sino la arrogancia de creernos por encima de todo lo creado. Y mientras tanto, la Tierra sangra, la humanidad se descompone, y nosotros, pobrecitos Adanes exiliados, seguimos soñando con paraísos perdidos que tal vez nunca existieron.

¡Felices Pascuas de Resurrección! Que cada uno encuentre su piedra por rodar, su sepulcro del que salir. Porque mientras vivamos con conciencia y amor, aún estamos venciendo a la muerte y venerando a Jesús Resucitado.

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9 respuestas a “Albert Camus, la Resurrección de Jesús y el horror de la existencia humana.

    1. No debemos olvidar el enfoque crudo y existencial de Camus, que mucho tiene que ver con los horrores de la existencia humana. No hablo de citas literarias, son más bien realidades del día a día. Un abrazo

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  1. Die Wirklichkeit des Lebens, kann der Mensch nicht willkürlich gestalten; gegen Not und Elend und den eigenen Tod schon gar nicht. Der Mensch ist in den Verstrickungen des Innen und des Aussen ausgeliefert. Der Mensch muss in seinem kurzen Leben versuchen, zwischen Böse und Gut, das Bessere tagtäglich zu wagen.

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    1. Es ist ein existenzielles Dilemma zwischen der Kürze des Lebens und der Weisheit, die zu spät kommt. Wenn wir Erfahrung haben, ist das erforderliche Alter nicht mehr nötig, um diese zu untermauern. So einfach ist das. Das ist der Schlüssel zu unserem kurzen Aufenthalt auf diesem Planeten.

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      1. Danke für Ihre Antwort.

        Niemand besitzt den Schlüssel zur Weisheit, die Behauptung aus eigener Erfahrung im Besitz von Weisheit zu sein, und sie damit untermauern zu können.
        Weisheit ist: (altgriechisch σοφία sophía, lateinisch sapientia) sie bezeichnet vorrangig ein unsichtbares subjektives Konzept, mit tiefgreifendem, Verständnis von Zusammenhängen in Natur, Leben und Gesellschaft sowie die Fähigkeit, bei Problemen und Herausforderungen die jeweils schlüssigste, die objektiv nicht nachprüfbar ist, zu für sich zu definieren.
        Eine sinnvolle Handlungsweise für sich selbst festzulegen, und sein Wissen über die Weisheit, damit einen universellen Anspruch für die Gesamte Menschheit zu haben kann, macht es sich zu einfach.

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