Las meninas en la eternidad del espejo: Velázquez y Picasso.

En el corazón del Museo del Prado, custodiada por siglos de mirada monárquica y académico estupor, habita una de las obras más enigmáticas, complejas y sutilmente subversivas de toda la historia del arte occidental: Las Meninas de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Pintada en 1656, esta tela monumental, más que un retrato de corte, es un acertijo visual que aún hoy sigue desconcertando a historiadores, artistas y espectadores. ¿Quién mira a quién? ¿Quién posa y quién se retrata? ¿Dónde está el centro de la escena: en la infanta Margarita, en el matrimonio real reflejado en el espejo, o en ese Velázquez que se autorretrata en plena acción, pincel en mano, entre bastidores?

Las meninas, como se conoce el cuadro desde el siglo XIX, o La familia de Felipe IV según se describe en el inventario de 1734, se considera la obra maestra del pintor del siglo de oro español Diego Velázquez.

Pintada para Felipe IV, y destinada a los espacios privados del Alcázar de Madrid, esta obra no solo captura a la familia real: la descompone en un tejido de relaciones, reflejos y silencios, donde lo que parece evidente pronto se disuelve en un juego de espejos. La infanta no está sola; la rodean sus meninas, un enano, un perro, una figura entre sombras en el fondo, y el propio pintor, que se nos ofrece como testigo y demiurgo. Velázquez no pintó un retrato, sino una puesta en escena, un teatro de la mirada, una meditación sobre el estatuto mismo de la pintura y su lugar frente al poder.

Siglos después, en 1957, Pablo Picasso —ese minotauro de la modernidad que toreó todos los estilos, domó todos los cánones y se paseó por el arte como por una florida alameda— se encerró en su taller de La Californie, en Cannes, y acometió la osadía suprema: reinventar Las Meninas. No una, sino cincuenta y ocho veces. Picasso, sin hilo ni temor, se internó en el laberinto velazqueño no para salir, sino para descomponerlo desde dentro. La serie completa, conservada hoy en el Museo Picasso de Barcelona, es uno de los ejercicios más lúcidos de apropiación, homenaje y demolición que se han hecho jamás en la historia del arte. Y créanme que entender la magnitud de estas tres palabras, resulta difícil y en ocasiones hasta incompresible, en el lenguaje de las bellas artes.

Y no hay en ello sacrilegio alguno. Picasso no parodia a Velázquez: lo descompone, lo desmonta, lo vuelve a montar en un lenguaje nuevo —el suyo— y le insufla vida cubista. Si Velázquez trabajaba con la ambigüedad de los reflejos y la densidad psicológica del claroscuro, Picasso responde con la vibración de las líneas angulosas, con el estallido de los colores primarios, con la fragmentación de las formas. Donde uno insinúa, el otro grita. Donde Velázquez nos susurra un misterio, Picasso lo desmenuza a martillazos, como si quisiera mostrarnos cada hueso de esa criatura pictórica, para que entendamos, por fin, que Las Meninas no es una imagen: es una idea.

Las Meninas es una serie de 58 cuadros que Pablo Picasso pintó en el año 1957 en la que realizó un análisis exhaustivo, reinterpretando y recreando varias veces Las Meninas de Diego Velázquez. La suite se conserva íntegramente en el Museo Picasso de Barcelona, es la única serie completa del artista que perdura junta.

Velázquez jugó con el espacio: colocó al espectador en el centro de la escena, invirtiendo la relación tradicional entre obra y observador. Picasso, en cambio, dinamita esa ilusión y propone un espacio multiplicado, quebrado, irreconocible. Allí donde el sevillano nos invita a contemplar la corte, el malagueño nos lanza dentro del torbellino del arte moderno. En Picasso, la infanta Margarita ya no es una niña delicada y rosada, sino un tótem abstracto de trazos gruesos y mirada vacía. El pintor que se autorretrata ya no es Velázquez, sino un alter ego geométrico que parece contemplarnos desde la otra orilla del cubismo.

Ambos cuadros —el original y su profanación amorosa— son, en el fondo, meditaciones sobre el poder de la imagen. Velázquez nos muestra cómo la pintura puede reflejar el poder y, al mismo tiempo, desafiarlo sutilmente. Picasso, heredero de revoluciones, guerras y vanguardias, hace lo propio desde la trinchera del siglo XX, sugiriendo un arte que ya no sirve a reyes, sino a la conciencia: individual, fragmentaria, libre.

Cabe preguntarse, entonces, qué tienen en común estos dos genios separados por tres siglos, uno cortesano, otro bohemio. Y la respuesta quizás esté en su manera de entender la pintura como pensamiento. Velázquez reflexiona sobre el ver, y Picasso sobre el deshacer la mirada. Ambos desmontan la realidad para exponer sus mecanismos. Ambos son, cada uno a su modo, magos de la representación.

No es casual que Picasso eligiera Las Meninas para este ejercicio de relectura radical. En la obra de Velázquez encontró una pintura que ya contenía en germen la modernidad: la ambigüedad, la autorreferencia, la ironía incluso. Lo que Picasso hizo fue llevar esos elementos al extremo, como si estirara la tela original hasta romperla y, de sus jirones, tejiera una nueva bandera para el arte contemporáneo. Y no lo hizo con una sola imagen, sino con una serie: como si la única forma de rendir tributo a una obra total fuera multiplicarla, repetirla, someterla a todas las pruebas posibles del lenguaje plástico.

En una de sus variaciones más célebres, Picasso convierte a la infanta en un bloque impenetrable, casi una pirámide abstracta. En otra, el espejo se reduce a un rectángulo sin reflejo, o acaso sin contenido. En todas, el perro, los enanos, las damas, el propio pintor, son reducidos a signos, como si fuesen caracteres de un alfabeto secreto con el que Picasso reescribe el Génesis del arte.

La operación es tan audaz como lúcida: Picasso no busca reemplazar a Velázquez, sino dialogar con él. En ese sentido, Las Meninas no es solo una obra, sino una conversación de siglos entre dos mentes que entendieron que el arte no es un espejo del mundo, sino una forma de interrogarlo. Y ese diálogo no se limita a ellos: se extiende a nosotros, que miramos hoy, en pleno siglo XXI, estas imágenes tan distantes y tan próximas, y descubrimos que en el fondo se parecen más entre sí de lo que aparentan.

Quizás por eso ambas series —la única y la múltiple— siguen fascinando. Porque en su núcleo, tanto Velázquez como Picasso no pintaron una escena, sino una pregunta: ¿qué es ver? ¿Qué es representar? ¿Dónde empieza la realidad y dónde la ficción? En tiempos de selfies y pantallas, donde todo parece reflejo de algo más, Las Meninas vuelve a interpelarnos con su misterio. Y en el eco cubista de Picasso, esa interpelación se torna clamor.

Así, entre el oro viejo del Prado y los muros blancos del Museu Picasso, entre la penumbra barroca y el estallido moderno, dos meninas nos miran. Una, con la solemnidad de la corte; la otra, con la insolencia del siglo XX. Ambas, sin embargo, nos exigen lo mismo: mirar de verdad. Porque el arte, cuando es verdadero, no retrata el mundo: lo reinventa.

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