Un milagro latinoamericano conocido como: MALBA.

En septiembre de 2001, mientras el mundo se estremecía con la caída de las Torres Gemelas y Argentina se hundía en una crisis económica que parecía no tener fin, un museo abrió sus puertas en Buenos Aires como un acto de fe en el poder transformador del arte.

El Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, conocido como MALBA, no fue un proyecto tímido. Fundado por el empresario y coleccionista Eduardo Costantini, este espacio desafió el caos de su tiempo para erigirse como un faro cultural, un lugar donde el arte latinoamericano pudiera reclamar su lugar en el escenario global. Más de dos décadas después, el MALBA es un referente cultural: el segundo museo más visitado de Argentina, un laboratorio de vanguardia, un puente entre América Latina y el mundo, y un testimonio vivo de cómo la cultura puede renacer incluso en los momentos más oscuros.

El Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba) – Fundación Costantini fue fundado en septiembre de 2001 con el objetivo de coleccionar, preservar, estudiar y difundir el arte latinoamericano desde principios del siglo XX hasta la actualidad.

La semilla del MALBA se plantó mucho antes de su inauguración, en los años setenta, cuando el joven Costantini, movido por una pasión voraz por el arte, comenzó a coleccionar. Sus primeras adquisiciones —obras de Leopoldo Presas e Iván Vasileff— fueron compradas a plazos, una prueba de su determinación frente a la falta de recursos. Para 1990, su colección privada ya era una de las más prestigiosas de la región, con piezas prestadas a instituciones como el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo.

Costantini no se conformó con ser un coleccionista privado. Soñaba con un legado público, un espacio que elevara el arte latinoamericano a la altura que merecía. En 1998, dio un paso decisivo al adquirir un terreno en la elegante Avenida Figueroa Alcorta, en el vibrante Barrio Norte, y convocó un concurso arquitectónico internacional. El jurado, integrado por figuras como Norman Foster y César Pelli, seleccionó el diseño del estudio argentino Atelman-Fourcade-Tapia: un edificio de piedra caliza y vidrio, de líneas deconstructivistas, que parece flotar entre geometrías imposibles. Era un manifiesto arquitectónico, una promesa de lo que el MALBA sería: audaz, innovador, imposible de ignorar.

El 20 de septiembre de 2001, en un país al borde del colapso y un mundo en estado de shock, el MALBA abrió sus puertas con una colección fundacional de 223 obras. Entre ellas destacaban piezas como “Abaporu” de Tarsila do Amaral, un ícono del modernismo brasileño valuado en 40 millones de dólares, y el “Autorretrato con chango y loro” de Frida Kahlo, una ventana a la intimidad feroz de la artista mexicana. «Volvería a hacerlo, ¡y con más ganas!», diría Costantini años después, evocando aquel acto de valentía. Abrir un museo en un contexto tan adverso no fue solo un riesgo; fue una declaración de que el arte podía ser un refugio y una resistencia frente al caos.

El éxito del MALBA no es casualidad. Según su fundador, se sostiene en cinco pilares esenciales. El primero es su colección, que hoy supera las 700 obras y abarca desde los modernistas como Diego Rivera y Antonio Berni hasta contemporáneos como Leandro Erlich, cuyas instalaciones desafían la percepción. El segundo es su ubicación privilegiada, en un barrio cosmopolita rodeado de teatros, cafés y embajadas, donde la cultura respira en cada esquina. El tercero es el edificio mismo, un ícono arquitectónico que en 2015 se amplió con un anexo diseñado por el estudio español Herreros, creando más espacio para exposiciones y actividades. El cuarto pilar es el equipo humano: curadores como Marcelo Pacheco y María Amalia García han forjado alianzas con instituciones globales como el MoMA de Nueva York y la Pinacoteca de São Paulo, colocando al MALBA en el mapa internacional. Y el quinto es el financiamiento, un modelo híbrido que combina fondos privados con apoyo estatal, permitiendo al museo absorber déficits anuales de unos 2 millones de dólares sin comprometer su visión.

Pero el MALBA no es solo un lugar para contemplar arte; es un ecosistema cultural en constante movimiento. Sus exposiciones itinerantes han llevado el arte latinoamericano a latitudes inesperadas, como la muestra programada para 2025 en Qatar, que incluirá 170 obras, entre ellas el monumental “Baile en Tehuantepec” de Diego Rivera.

Su programa de cine es igualmente ambicioso: desde ciclos de film noir transmitidos en YouTube hasta una cinemateca que rescata películas olvidadas, el MALBA se ha convertido en un refugio para los amantes del séptimo arte.

En el ámbito educativo, el museo rompe barreras con programas para ciegos, sordos y niños, como la iniciativa 10 obras para ver en familia, que invita a todas las generaciones a dialogar con el arte. Y no se puede hablar del MALBA sin mencionar su apuesta por la performance, con acciones disruptivas como “El pago de la deuda externa con maíz” de Marta Minujín, que desafían las nociones tradicionales de lo que un museo puede ser.

El corazón del MALBA, sin embargo, está en sus obras, que no solo se exhiben, sino que narran la historia de un continente. “Abaporu” de Tarsila do Amaral, pintado en 1928, es un manifiesto visual del modernismo brasileño, una fusión de lo ancestral y lo vanguardista que sigue resonando un siglo después. “Manifestación” de Antonio Berni, de 1934, captura la angustia social de la Argentina de entreguerras con pinceladas que evocan el muralismo mexicano. “El viudo” de Fernando Botero, de 1968, reinterpreta a Velázquez con una ironía monumental, mientras que “Armonía” de Remedios Varo, de 1956, teje un autorretrato esotérico donde el surrealismo se encuentra con la alquimia. Estas obras no son meros objetos; son voces que hablan de identidad, lucha y reinvención, temas que atraviesan la historia de América Latina.

Remedios Varo – Armonía (Autorretrato sugerente) (1956).

El MALBA no se detiene. Con proyectos como una ampliación subterránea bajo la Plaza Perú, diseñada por el arquitecto Carlos Ott, y una plataforma digital para democratizar el acceso al arte, el museo sigue escribiendo su leyenda. «Es un laboratorio vivo», afirmó la curadora Mari Carmen Ramírez, y no hay mejor manera de describirlo.

En un siglo donde los museos luchan por mantener su relevancia, el MALBA danza, como los personajes de Rivera, entre la tradición y la reinvención. No se conforma con preservar el pasado; se atreve a imaginar el futuro.

En un mundo que a menudo subestima el sur global, el MALBA es una prueba irrefutable de que el arte latinoamericano no es periferia, sino centro. Su secreto no está en sus paredes ni en sus obras, sino en su convicción de que la cultura puede florecer incluso en medio del caos. Es un fénix que, desde su nacimiento en 2001, no ha dejado de renacer, recordándonos que el arte no solo refleja el mundo: lo transforma.

Diez palabras de elogio, entonces, para este milagro cotidiano que es el MALBA: luminoso, necesario, plural, valiente, integrador, vital, incluyente, bello, inquietante, nuestro.

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