Omoiyari: El arte de sentir por los demás.

En Japón, existe la costumbre de estacionar más lejos de la salida si se llega temprano. Esto permite que las personas que llegan tarde ahorren tiempo al encontrar aparcamiento y reduzcan la distancia que deben recorrer.

La práctica del omoiyari implica anteponer la consideración por lo demás frente al egoísmo.

Esta costumbre se basa en el concepto japonés de omoiyari, que se traduce como “consideración por los demás”. Aunque no es una regla universal en todo Japón, sí se observa en ciertos lugares de trabajo, escuelas y estacionamientos comunitarios. También refleja la mentalidad de cooperación y armonía que caracteriza a la sociedad japonesa.


El Origen de una Virtud Silenciosa.

En un archipiélago donde los tifones azotan con furia y los terremotos hacen tambalear los cimientos de la existencia, la interdependencia no es una opción, sino una necesidad. Desde tiempos antiguos, la supervivencia dependía de la armonía del grupo: si los pescadores no coordinaban su trabajo, la aldea no comía; si los campesinos no colaboraban en la siembra y la cosecha, el hambre asolaba a todos. Así nació omoiyari, no solo como una cortesía, sino como un instinto de preservación colectiva.

Una de las características más notables de omoiyari es su sutileza. No se trata de grandes gestos ni de discursos conmovedores, sino de pequeñas acciones que, en su discreción, tienen un peso inmenso. Un ejemplo cotidiano ocurre en el metro de Tokio: si una persona ve a otra con dificultad para sostenerse en un tren abarrotado, no le ofrecerá su asiento con palabras, pues esto podría hacer que la otra persona se sintiera incómoda por haber sido señalada. En su lugar, simplemente se levantará y se alejará, dejando el asiento vacío para que el necesitado lo tome sin sentirse en deuda.

Esta forma sutil de empatía aparece establecida como práctica en la literatura clásica japonesa, desde “El relato de Genji” hasta los “Haikus de Bashō”; rebosantes de ejemplos de sensibilidad hacia el otro, de la comprensión de sus emociones sin necesidad de palabras.

Este nivel de atención al otro es lo que hace a omoiyari tan especial: es la capacidad de anticipar las necesidades ajenas sin que el otro tenga que pedirlo. Un esposo que nota que su esposa ha tenido un día difícil y, sin decir nada, le sirve una taza de té caliente; un colega que cubre el error de otro para evitarle una reprimenda pública; un vecino que, al ver que en la casa contigua se olvidaron la ropa tendida antes de la lluvia, la recoge sin pedir permiso. Omoiyari no espera reconocimiento ni agradecimientos. Su mayor recompensa es la armonía restaurada.

El Omoiyari en la tragedia.

El 11 de marzo de 2011, cuando un terremoto de magnitud 9.0 sacudió Japón y desató un tsunami devastador, el mundo fue testigo de omoiyari en su forma más conmovedora. No hubo saqueos ni peleas por los recursos. En los refugios improvisados, la gente se organizó de manera espontánea, compartiendo lo poco que tenía, formando filas ordenadas para recibir ayuda y asegurándose de que los ancianos y los niños fueran atendidos primero. En una tienda de conveniencia destruida, el dueño dejó la mercancía a disposición de los damnificados, confiando en que solo tomarían lo necesario. Y así fue.

Los extranjeros quedaron asombrados por la serenidad y la solidaridad del pueblo japonés. Pero para ellos no era nada excepcional: era omoiyari en acción, una costumbre tan arraigada que incluso en la adversidad más extrema seguía floreciendo.

El desafío de Omoiyari en un Mundo individualista.

En una época dominada por la inmediatez, el egoísmo y la cultura del “yo primero”, omoiyari parece un relicario de otro tiempo. En muchas sociedades modernas, donde la competencia es feroz y el individualismo se glorifica, detenerse a considerar las emociones y necesidades de los demás es casi una rareza.

Sin embargo, Japón ha logrado mantener vivo este principio incluso en su economía ultramoderna. Las empresas japonesas valoran la armonía del grupo sobre la ambición individual; el servicio al cliente se basa en el omotenashi (hospitalidad desinteresada), y en la educación se inculca omoiyari desde la infancia. Los niños aprenden a pensar en los demás antes de actuar, a compartir sin esperar recompensas y a disculparse no solo por lo que hicieron, sino por el daño que podrían haber causado, aunque haya sido involuntario.

No obstante, el mundo está cambiando, y Japón no es inmune a estas transformaciones. Con el auge del teletrabajo y el aislamiento tecnológico, algunos temen que las nuevas generaciones pierdan el sentido de omoiyari; en un mundo que parece volverse cada vez más frío e impersonal, este antiguo arte japonés de sentir al otro sea más necesario que nunca.

Omoiyari no se grita, no se impone, no se exige. Es un susurro en el viento, un pétalo que cae del cerezo sin que nadie lo note, una taza de té caliente dejada en la mesa cuando más se necesita. Es el arte de habitar el mundo con sensibilidad, de ser una brisa en lugar de un huracán, de comprender que la verdadera fortaleza no está en la imposición, sino en la delicadeza de los gestos silenciosos.

En un rincón de Kioto, un anciano deja un paraguas en el portal de su vecino porque sabe que mañana lloverá. No espera agradecimientos. Solo sonríe al imaginar que, al salir, su vecino verá el paraguas y sabrá que alguien pensó en él. Ese es el espíritu de omoiyari: un puente invisible entre los corazones, un recordatorio de que, en el fondo, nunca estamos solos.

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